“La lucha es para siempre”, afirma la Sexta desde Campeche.
31 de diciembre de 2014. San Cristóbal de las Casas, Chiapas.
Eugenia Gutiérrez. Colectivo Radio Zapatista.
Y no podía faltar el paraíso, ese que vamos recuperando, este “jardín del edén” que agradeció un asistente al Festival Mundial de las Resistencias y las Rebeldías contra el Capitalismo
en su fase Monclova, La Candelaria, Campeche. Si bajó desde las cálidas
montañas heladas de Xochi a la tibieza fuerte de Amilcingo, si pasó por
la gran Tenochtitlán, cómo no iba a cobijarse en las tierras mayas que
vieron morir a Cuauhtémoc por el miedo de un Cortés abrumado en su
expedición a las Hibueras, a las Honduras de humedales más bajos que el
mar.
Ubicada a unos kilómetros del gran
sitio arqueológico El Tigre, la sencilla Monclova recibe del 27 al 30 de
diciembre a unas mil personas que saben de represión, despojo,
desprecio y explotación y que se declaran listas para la defensa
organizada de sus países y su planeta. Entreveradas en un bosquecito de
Tecas que tapizan el suelo con sus hojas enormes, las voces de
adherentes a la Sexta, de exalumnas y exalumnos de la escuela zapatista
por la libertad, de presos políticos, de integrantes del Congreso
Nacional Indígena y de familiares y amigos de normalistas atacados en
Guerrero se escuchan frescas por un rato mientras rebotan en los árboles
los 29 espejos de la lucha indígena hermanada con el zapatismo.
La hospitalidad de adherentes
campechanos ya no sorprende a nadie. Ha sido regla de conducta a lo
largo de diez días de compartición y aprendizaje. Hasta las letrinas son
bonitas. Como que huelen a hierbabuena. Cada quien surte su regadera
con el agua cristalina de un río al que nos sugieren no entrar porque
aún tiene lagartos –muy amables con los humanos, por cierto, pues sólo
se llevan a los perritos. En el río reposan tranquilos los lirios en
flor que sacralizaron los mayas de antes por ser la entrada a un
inframundo inquieto donde los muertos viven una vida muy agitada.
Pero como pasa con cualquier
paraíso, pues lo perdemos pronto. Queríamos naturaleza, agua, tierra y
las tuvimos. Afortunadamente no falta la carpa de un circo que pasaba
por ahí, que se instaló en medio de todo, junto a la cocina. Un circo
sin animales, esperamos. Por eso los trabajos del segundo día se
realizan al abrigo de un escenario con cuerda floja, reflectores y telón
de fondo brillante en rojo y amarillo. Ahí compartimos alegrías y
dolores entre palomitas y nachos con queso fundido.
La dinámica es similar a las de
Xochicuautla y Amilcingo, pero este contexto tan madre tierra hace que
se escuche con fuerza notable el clamor de quienes saben que nuestro
planeta está en guerra, la que la humanidad torcida le ha declarado. No
cesa el recuento de los daños hacia todos los elementos que nos
constituyen. Al llamado de “que retumbe por todo el mundo el eco de
nuestras resistencias”, la lista de agravios se vuelve interminable. La
megadestrucción que causan los megaproyectos abarca tierras de cultivo,
viviendas, lagunas, manglares, lagos, ríos, mares, sitios arqueológicos,
montañas sagradas, cielos y pozos.
Desde el penal de San Pedro Cholula,
Puebla, preso por haberse atrevido a defender nuestra ancestría, Juan
Carlos Flores opina que la “crisis civilizatoria” que vivimos equivale a
la amenaza de una bomba atómica. Pero la lista de agravios nos deja
pensando que el problema ya rebasa a Hiroshima. Que el problema es
Nagasaki, la destrucción disfrutada, gozada, el exterminio planeado
desde la conciencia inmunda del daño que se causa.
Además del ecocidio, el genocidio,
el feminicidio que nos son tan familiares, en las participaciones surgen
nuevas categorías de muerte, como el juvenicidio. Los nombres de los
responsables son los de siempre: compañías mineras, TV Azteca, Sagarpa,
Conafor, Profepa, Semarnat, “caballeros” templarios, diputados,
senadores, gobernadores de cualquier lugar, Ocean Garden, Antorcha
Campesina, PGR, MacDonald’s, Registro Agrario Nacional, Comisión Federal
de Electricidad. Hay gente asesinada, encarcelada, desaparecida,
perseguida. Por ello, “el estado cuenta con nuestro repudio”.
Pero “somos los hijos del maíz que
no han podido destruir”. Así que cuando se trata de ataques a los
pueblos y los colectivos no faltan las ideas para resistir, “porque
donde ellos reprimen, nosotros nos organizamos”. Y en lo que respecta al
planeta que habitamos, no faltan las ideas para su defensa. “Nosotros
somos vida’, por eso debemos defenderla. Desde distintas partes de
México y del mundo se escuchan historias de trabajo llenas de
imaginación. Ya sea desde el sur del sur o en el mero corazón del
capitalismo, el entusiasmo no se apaga. Con los normalistas que nos
faltan y sus familias que nos acompañan, oímos que abundan las radios
comunitarias, los proyectos informativos libres y rebeldes, el no pago
de impuestos prediales ni de cargos excesivos por consumo de energía
eléctrica. Escuchamos que desde 1920 se defiende la tierra en el valle
del Mezquital; que desde el siglo XVIII se siguen los pasos de Jacinto
Canek en Yucatán; que desde 1693 se resiste desde Tula, Hidalgo; que con
32 muertos sigue en pie Santa María Ostula; que desde 1733 pelean los
wirárika por el reconocimiento de sus títulos virreinales; que desde el
paso del delegado Zero por La Candelaria en 2006, ahí no se paga la luz;
que hace apenas unos meses se organizaron grupos juveniles en
Monterrey. Uno de sus poetas describe el México de hoy y nos propone
sarcástico “vamos a jugar” a que todo fue un juego. “Uno, dos…
bienvenidos a nuestras posguerras”.
De manera natural se llega al
consenso de que “todos así aislados estamos impotentes, pero ya
juntándonos nos hacemos fuertes”. Nos lo demuestran los nodos y las
redes solidarias con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional o con
la lucha de Ayotzinapa que aglutinan a 45 países o a veinte colectivos y
que ya no quieren ser solidarios nada más. Hay muchachos de colores del
congreso de pueblos de Colombia. Él se llama Verde. Ella, Melodía. Se
oyen muchos antis y pocos pros. Decenas de grupos se definen
anticapitalistas, antifascistas, antisexistas o antipatriarcales, pero
todavía parece faltarnos un pro aglutinante hasta que alguien se avienta
a nombrarnos, por primera vez, “comunidad zapatista”.
Nuestros puntos de desencuentro son
pocos aunque grandes. Una intervención bienintencionada invita a los
compañeros a tratar con respeto a las compañeras, “como adelitas”. Su
propuesta se recibe con aplausos y sonrisas. Pero las que no nacimos
para adelitas cruzamos miradas serias por lo que sentimos que falta.
Como ha ocurrido en las otras sedes de esta compartición, el Congreso
Nacional Indígena entrega una representación de Guadalupe que simboliza a
la madre tierra de los creyentes, la Tonantzin (o madrecita) en
náhuatl. Muchos adherentes aplauden este consuelo de la virgen rebelde y
en resistencia. Las que no creemos en la virginidad deificada
respetamos el gesto y observamos, sin que nos espere un consuelo divino.
Nuestros puntos de encuentro son
grandes y muchos. Coreamos algo en filipino, cantamos un poco en
portugués y gritamos consignas en lenguas que no entendemos y no hace
falta entender porque dicen lo mismo: “vivos los queremos”. Nos vamos de
este circo amable, tan solemne y tan informal a la vez, para celebrar
21 años de dignidad zapatista en Oventik, el caracol donde hace décadas
se nos informó bajo otra luna esplendente que “detrás de nosotros
estamos ustedes”.
El encuentro en Campeche cierra como
abrió, con las palabras graves de los familiares de los jóvenes de
Ayotzinapa. Estudiantes sobrevivientes de la masacre nos avisan del
cambio de nombre de su normal rural, que ahora será la rebelde y
autónoma “Lucio Cabañas”. El CNI resume con sabiduría lo que hemos
compartido, mientras concluye que “la lucha es para siempre”.
Nos llevamos las palabras de Edith,
la hermana y amiga que no se cansa de predicar el otro mundo posible
que, ahora sabemos, no es un lugar. Es una forma de ser, de actuar y de
vivir.